El maestro Joaquín Sabina cuenta a Javier Menéndez Flores, en su libro “En carne viva: Yo también sé jugarme la boca”, una anécdota poco conocida.
“Una vez estaba yo en Manhattan con Cristina. Fuimos de Buenos Aires a Manhattan. Por cierto, en ese viaje hicimos realidad una de esas fantasías que tiene todo el mundo y que casi nadie hace, que es echar un polvo en el avión. Y nada más llegar a Manhattan nos peleamos. Estábamos alojados en un maravilloso hotel. En el hall, había unos tipos con sombreros y abrigos largos, y con estuches y maletas de instrumentos. Así que yo, cada día que los veía, que eran todos, le decía a Cristina: «¡Por favor, vamos a seguirlos! Al club donde estos toquen es adonde yo quiero ir.» Pero lo que voy a contar tiene más que ver con eso de que de aquellos polvos vienen estos lodos.
Llevábamos dos días muy mal. Después de comer en un restaurante coreano nos peleamos a gritos en plena calle. Retiramos a los embajadores, suspendimos toda relación. Entonces no quedaba más remedio que volverse a España. Yo había visto algo en la puerta del hotel que llamó mucho mi atención: limusinas. Esas cosas que hay en Manhattan y que aquí son impensables. No sabía cómo coño hacer las paces con mi novia porque, como te digo, no teníamos embajadores ni conducto diplomático, nada. Así que hicimos la maleta, bajamos al hall y, en lugar de tomar un taxi, yo ya había hablado con el limusinero. Total, que nos montamos en una limusina de esas que solo se ven en las películas de gánsteres, con su separación entre el chófer y los de atrás, con su neverita y con su whiskito. En fin, la del mismísimo Al Capone.
Y como no teníamos embajadores no dijimos esta boca es mía, pero, a cambio, empezamos a follar como rupestres durante tres cuartos de hora. Lo maravilloso era, primero, no hablarse; después, seguir muy enfadados, y por último lo que se veía a través de la ventanilla, que era Manhattan pasando a toda velocidad delante de nuestros ojos. Nunca lo olvidaré. Jamás”.