Me había puesto tan nerviosa que volví a la cocina, mi gran refugio, y tardé unos minutos en reunirme con los demás para contemplar una estampa asombrosa. Todos mis amigos, apiñados de pie en el salón, miraban hacia el comedor, donde Gabo estaba sentado a la mesa, completamente solo. Ahora comprendo que aquella soledad era una muestra suprema de la admiración de unos lectores que miraban de lejos a su autor idolatrado, una presencia tan imponente que ni siquiera se atrevían a acercarse a él, pero en aquel momento les regañé a todos en voz baja. «Una cosa es que no le abruméis y otra que no le hagáis ni caso», les dije, y mi querida Rosana Torres dio un paso al frente, se sentó a su lado y rompió el hielo. Al rato, todos rodeábamos a una distancia cómoda, eso sí, al escritor que nos había marcado tantas veces, y de vez en cuando, sin que él se diera cuenta, algunos se colocaban detrás de su silla para que Jime Coronado, la mujer de Sabina, les hiciera una foto con Gabo como si estuviera fotografiando la casa. Y entonces, llegó Benjamín.